I
La suave brisa de un atípico y caluroso día de invierno, se dejaba notar
deslizando por su rostro, removiendo su media melena perfectamente cuidada. Sus
ojos, de un verde esmeralda y de una mirada tan profunda como expresiva y
hechizante, permanecían ahora vacíos, clavados en las personas en miniatura, a
las que contemplaba absorto desde el balcón de su décimo piso.
Después de recordar haber contemplado aquella imagen cientos de mañanas y
atardeceres, viendo como un inmenso grupo de seres diminutos circulaban de un
lado a otro de aquellas avenidas decidida e indeterminadamente, le resultaba
peculiar aquella situación. Parecía como si de repente, el tiempo se hubiera
detenido desde aquella altura.
¿Cuántos metros habría hasta el
suelo? Haciendo cálculos rápidos, dedujo que tal vez hubiera unos cuarenta,
aunque seguía pensando que le parecían demasiados, ya que la sensación
producida por una distancia horizontal no es, ni por asomo, la misma que la de
una vertical.
Decidió recorrer lentamente con la vista a ese grupo de hormigas con
trajes y maletines, con mochilas y deportivas, con bolsos y minifaldas. Hasta
pudo apreciar a una madre hormiga calmando a su bebé hormiguita que por alguna
razón, habría decidido ponerse a llorar.
La curiosa situación que le envolvía, le hizo olvidarse de todo y
sentirse el centro de atención. No era habitual ver a tanta multitud mirando
expectante hacia él, aunque tampoco lo era el hecho, de encontrarse con alguien
subido a la barandilla de su balcón a diez pisos de altura.
La brisa por un momento se convirtió en empujón y a punto estuvo de
hacerle perder el equilibrio. Desde el suelo, le llegó un débil y lejano
murmullo parecido a un gemido de temor o angustia. Le recordó con cierta gracia
al público de un partido de fútbol, reaccionando de la misma manera al ver que
su equipo acababa de fallar un gol clarísimo.
Unas sirenas se acercaban a lo lejos, pero apenas se inmutó por aquella
melodía sinónima de urgencia y derivada de delito, desgracia o catástrofe.
Cerró los ojos, y se dejó llevar por el canto repetitivo de aquel mecanismo
electrónico, adjunto a unas luces giratorias que ahora, podían divisarse sobre
un vehículo de la autoridad aproximándose al tumulto de gente. Mientras
permanecía en la oscuridad que sus párpados le procuraban, empezó a plantearse
qué hacía allí arriba. Sintió que el corazón le latía con fuerza, pero no
conseguía usar su capacidad analítica, no podía pensar. En su lugar, empezó a
escuchar una voz que le rodeaba, primero débilmente, después le envolvieron sus
palabras en una claridad absoluta. Sin plantearse el origen de aquella voz, le
prestó atención para averiguar que la había llevado a penetrar en su mente. Fue
inútil, parecía un disco compacto rayado a base de bien, que se atascaba en
alguna canción repitiendo la misma frase una y otra vez:
Salta al más allá –Vaya una
forma de hacerme desistir- se dijo.
Acto seguido, una segunda vocecita, idéntica a la primera, aparecía ahora
a la desesperada, pugnando con la primera voz por la atención de Óscar. “¡Por
favor basta! ¡Déjalo ya!”
-Estoy loco- No era para menos, las dos voces eran idénticas, para colmo
le resultaban familiares, tanto que no tardó en descubrir que eran su propia
voz. Se veía incapaz de entender cómo habían aflorado esas malditas voces a su
cabeza, pero ahí estaban, a modo de ángel y demonio, aunque en su situación, no
sabía identificar qué voz era el diablillo.
Abrió los ojos, más hormiguitas observando, se sintió como el explorador
acorralado encima de un árbol, coreado por una manada de depredadores
observando desde el suelo cada movimiento, a la espera de un fallo o un
despiste para darse un buen festín a costa de su carne cultivada a base de
ejercicio. Vio a una pareja de policías precipitarse fuera de su vehículo a
toda velocidad, como si dentro se hubiera producido una invasión de abejas
asesinas. Les siguió con la vista, deduciendo que tendría que soportar como con
una torpe y acelerada terapia in situ,
esos agentes tratarían de disuadirle de su idea, intentando con una sonrisa
hacerle bajar de la barandilla, tal vez atribuyéndose el futuro logro de salvar
una vida o tal vez, creyendo que así,
otorgarían más confianza al suicida haciéndole recapacitar y decidir que el
camino correcto a seguir, era el que iba desde la mano tendida del policía
hacia el interior de la sala.
Momentos después, oyó la puerta sonando con una fuerza creciente, y
supuso que de un momento a otro, quien quiera que fuera el desaprensivo que se
ensañaba con el pobre e imperturbable
rectángulo de madera, lo echaría abajo. Se acababa su tiempo. Cerró los ojos, y
en la oscuridad esta vez, halló su porqué.
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